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El deporte se configura como una palanca de transformación para definir la agenda vital de cada uno de nosotros y un gran acelerador del cambio cultural.

Situados como estamos en nuestro país, en plena consolidación del estado de bienestar, pero sin permanecer ajenos a los nubarrones que se sitúan sobre los desajustes del mismo, me llama muchísimo la atención la facilidad con la que podemos difuminar el foco sobre algunos asuntos que nosotros mismos definimos como cuestiones de rabiosa actualidad y supuesta prioridad.

Hemos incorporado a nuestro espacio de convivencia, con pasmosa cotidianidad, millones de terminales que interactúan con nosotros o entre sí de manera consciente o inconsciente. Esta nueva situación ha inducido la generación de un flujo creciente de millones de datos, hace apenas una década inimaginable, que el estar viviendo en plena era del  desarrollo de la tecnología digital nos permitirá recoger y tratar de múltiples maneras.
 
Pues bien, parece que esta reciente realidad informativa está sirviendo de soporte para producir un gran número de publicaciones sobre las crecientes turbulencias, alrededor de los diferentes ámbitos de la salud mental  de una parte importante de la ciudadanía. En consecuencia, cada vez con mayor frecuencia aparecen opiniones más o menos sesudas sobre la necesidad de articular pautas claras a la hora de acometer programas específicos que permitan restaurar los impactos negativos de la arquitectura de vida de la sociedad actual.


Es más, en los últimos meses está entrando de lleno en los objetivos y programas de las políticas públicas. Teniendo claro este marco de referencia, debería resultar fácil diseñar las acciones de mejora sobre  el estado físico y emocional que consigan aumentar la confianza y la seguridad en nosotros mismos.

Es en ese contexto donde resulta difícil de entender como cualquier dirigente, en el nivel de competencias que le permita su institución , no contempla la utilización del fomento del ejercicio y el deporte como una terapia de largo impacto y solo con efectos colaterales positivos, como por ejemplo el  aporte extra de motivación.

Hoy, se cuenta con innumerables evidencias científicas sobre como nuestra mejora física aumenta la autoestima y el amor por uno mismo. Sobre cómo la obtención de los resultados planificados es símbolo de esfuerzo y es una recompensa que favorece el ánimo. Es más, nos ayuda a dominar la mente y beneficia la capacidad de concentración.

Con el ejercicio físico conseguimos liberar tensiones físicas y mentales que hemos acumulado y en consecuencia rebaja los niveles de estrés. Es capaz de reducir los síntomas en estados depresivos o de elevada ansiedad. Mejora la memoria y la capacidad de aprendizaje. Da herramientas para que el cerebro responda mejor antes las situaciones de estrés. Mejora las relaciones sociales. Previene el deterioro cognitivo. Aporta energía y ayuda a rendir más durante el día. Favorece la relajación y mejora el tiempo de sueño reparador.

Teniendo todos estos efectos positivos más que documentados, resulta muy complicado entender que esta potente herramienta de bajo coste en el medio plazo y mínimo en el largo no se incorpore en posición de preferencia, en el ámbito de la promoción de la salud y en la construcción de una supuesta estrategia de país, que apuesta de manera decidida por su compromiso con la sostenibilidad.

Es el momento de ejercer lo que supone ser una verdadera sociedad adulta, que mira de frente a la complejidad del futuro, sin refugiarse o en el victimismo o en el paternalismo institucional  y asumir su protagonismo ante los grandes retos y sus soluciones. Es el momento de asumir que solo es posible un modelo de sociedad sostenible si está compuesto por personas activas y corresponsables. En este contexto el deporte se configura como una palanca de transformación para definir la agenda vital de cada uno de nosotros y un gran acelerador del cambio cultural para conseguir este irrenunciable compromiso.

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