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Cientos de miles de noticias han impregnado los medios de comunicación hablando de la capacidad de ejemplaridad del deporte, de su valor como herramienta y como canal para difundir valores y transformar conductas. Esta realidad es la que hace más doloroso el culebrón que hemos visto en los últimos días desde Australia. El culebrón.

Para no caer en maniqueísmos ante una conducta tan singular como poco apropiada, recordemos lo que se define como ejemplaridad. Y lo haremos acudiendo a la definición que ofrece algo tan poco manipulable como es el ejército: “El resultado de una conducta íntegra, que supone actuar conforme a las reglas, normas y principios que rigen la institución militar, así como a las reglas de convivencia cívica”. Cada uno de los miembros del Ejército debe aspirar a ser tenido como modelo de soldado y ciudadano.

Pues bien, el serbio parece que, o nunca ha leído su definición, o bien la soberbia, la mala educación y la frágil memoria hace que no la tenga presente. Es un deportista de élite, sí. Pero también hay quien puede pensar que no deja de ser un señor en pantalón corto que corre detrás de una pelota. Y lo que a veces olvidan este tipo de deportistas, cuyo ego se alimenta desde muy diversos ámbitos, es que es la sociedad, es la gente, quien le regala su apoyo y que, a veces, valora otras cosas muy por encima de su actividad profesional. Otros aspectos que en estos momentos son fundamentales para la integridad de la sociedad.

Es muy cierto que en todos los sectores y países existen conductas como la de Djokovic, y que protagonizan sucesos tan lamentables como éste. Pero no saltan a los medios de comunicación. Por esa razón, queridos y admirados deportistas de élite, algunas cosas no se pueden olvidar. Y una de ellas es que vuestro valor es directamente proporcional a vuestra capacidad de ejemplo, al poder que los demás os dan para representar sus sueños personales y colectivos.

El deporte, más que nunca, debe usar su potencial transformador en favor de una sociedad justa y sostenible

Para no mencionar a Nadal, del que nadie cuestiona su talla como deportista o su valor como persona -estos días, como casi siempre con una profunda humildad, junto a otros compañeros de competición, nos regaló un nuevo episodio de saber estar-, recurriré a un personaje que espero nadie cuestione. Séneca decía: “El camino de la doctrina es largo; breve y eficaz, el del ejemplo”.

Pues eso: no caigamos en la trampa. Ni los deportistas, ni aquellos que, con una u otra afinidad, construimos sus leyendas dándole vida a los mitos. Son procesos y anclajes necesarios en la sociedad. Pero, como hemos dicho en muchas ocasiones -y en el deporte también-, el fin no justifica los medios. Tener 21 Grand Slam en la vitrina no justifica pasar por encima de la legalidad y las normas de un país, y de los que allí viven con ellas. Muy al contrario: deben ser los principales ejemplos para aquellas personas que les acogen y comparten su país y sus recursos muy por encima de los que ellos disfrutan.

Quiero creer que este lamentable ejemplo está afianzando el sentimiento y la inestimable conducta de la mayoría de los grandes deportistas que, cada día, sin acudir a retorcer las normas en beneficio propio, nos brindan con su comportamiento un ejemplo de honestidad, tesón, sacrificio y compromiso con lo que son, y sin duda, con lo que representan.

Y quedémonos con lo mejor: con un país que, garantizando el derecho de defensa de cualquier persona, comprueba la información, analiza las circunstancias y con la misma claridad que si de un ciudadano anónimo se tratara, más allá de la presión mediática global, aplica la regla.

Hemos perdido una bola, pero afortunadamente este partido lo jugamos entre todos. El deporte, más que nunca, debe usar su potencial transformador en favor de una sociedad justa y sostenible. Por cierto: las marcas deben también jugar un papel importante a la hora de buscar a los mejores, pero también a los más ejemplares. Y supongo que los patrocinadores de Djokovic están estos días haciendo ese análisis. Pero como escribía Michael Ende, “esa es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión”.

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