No es un debate cultural. Es un debate estructural.
Diciembre tiene una forma muy particular de imponer claridad. Cuando el año se cierra, las industrias no solo miran atrás para evaluar resultados, sino para entender qué se movió de verdad, qué se estancó bajo la superficie y qué ya no puede seguir igual el año siguiente. El deporte no es una excepción. Los mercados evolucionan, las ciudades se reposicionan y los inversores recalibran. Las debilidades estructurales que antes podían gestionarse empiezan a emerger con mayor urgencia. Este diciembre, el baloncesto europeo ha alcanzado su punto de inflexión más claro hasta la fecha, porque la división entre la NBA y la EuroLeague ya no es emocional, cultural ni teórica. Es estructural, financiera y de infraestructuras. Y se está acelerando.
Los próximos diez años se deciden ahora.
Este no es un debate abstracto sobre identidad o calidad de juego. Es una cuestión estratégica con límite temporal. Los próximos diez años importan porque las decisiones más relevantes se están tomando ahora, no más adelante. Pabellones tardan años en aprobarse, financiarse y construirse, y una vez existen, atan a ciudades, ligas e inversores a relaciones de largo plazo. Los derechos audiovisuales se mueven por ciclos, el capital por ventanas, y cuando una infraestructura queda anclada a un sistema, no vuelve al mercado durante una generación. En este contexto, no decidir no es neutral. Elegir no actuar es una decisión en sí misma, y en un entorno de competencia global la indecisión siempre favorece a quien ya está avanzando con claridad.
Dos productos. Dos lógicas económicas.
Una analogía útil está fuera del deporte. Por un lado, una película independiente gana en Sundance, íntima, profundamente cultural y emocionalmente precisa, pensada para dar profundidad y no para la multitud. Por otro, un gran blockbuster, Los Avengers se estrena de forma simultánea en todo el mundo, diseñada para generar dinero, tener éxito entre la multitud, tener la máxima distribución y repetición. Ambos importan culturalmente, pero operan bajo lógicas económicas completamente distintas. El baloncesto europeo se encuentra hoy en un punto de tensión similar. Sería un error plantear esto como un debate sobre calidad deportiva. El producto en Europa ya es de élite. El talento es global, el nivel de los entrenadores es alto y las bases de aficionados son de las más comprometidas del deporte mundial. El problema no es el juego pero el sistema que lo rodea.
Los pabellones son el motor, no el decorado.
La NBA no mira a Europa y ve una brecha de baloncesto. Ve una brecha estructural. En su modelo, el deporte es la chispa, pero los pabellones y los estadios son el motor.
No son recintos pasivos, sino plataformas económicas que determinan quién controla la venta de entradas, hospitality, los naming rights, el inventario de patrocinio, los datos del consumidor, la programación no deportiva y la relevancia urbana a largo plazo. La propiedad ayuda, pero la autoridad operativa es decisiva. La NBA la exige. La EuroLeague no. Y esa diferencia es fundamental.
La NBA no mira a Europa y ve una brecha de baloncesto. Ve una brecha estructural. En su modelo, el deporte es la chispa, pero los pabellones y los estadios son el motor.
La pasión sin estructura no escala.
En Europa, muchos clubes siguen alquilando sus pabellones. Algunos son propietarios, otros tienen control parcial, pero muy pocos están estructuralmente incentivados a monetizar durante todo el año. Como resultado, demasiados clubes siguen operando con una economía centrada en el día de partido, cuando el verdadero crecimiento está en conciertos, congresos, programación cultural, activaciones de marca y desarrollos de uso mixto. No es una falta de ambición ni de capital, sino el reflejo de un sistema que no obliga a pensar a largo plazo. La contradicción se hace evidente al vivir el baloncesto europeo en su mejor versión. Cualquiera que haya estado en Belgrado en una noche de EuroLeague lo entiende al instante. La grada no acompaña al juego, lo impulsa. Este nivel de densidad emocional es raro, poderoso y económicamente valioso. Pero incluso el oro necesita estructura. Las noches icónicas no construyen balances, y la pasión no sustituye a la permanencia.
Se concedió permanencia, pero nunca se exigió responsabilidad.
Aquí aparece la verdad más incómoda. Mientras la EuroLeague ofrece acceso a corto plazo a muchos clubes, ha concedido permanencia a largo plazo a un grupo reducido de trece. En teoría, esa estabilidad debería haber permitido planificación a largo plazo, inversión en infraestructuras y transformación estructural. En la práctica, dio mucho menos de lo que prometía. El sistema de licencias preservó la relevancia en los mercados núcleo y protegió la competición, pero la estabilidad sin obligaciones generó estancamiento. La expansión se resistió en lugar de utilizarse estratégicamente. El control de pabellones, la monetización anual y una estrategia coordinada de infraestructuras nunca se convirtieron en requisitos colectivos. La liga protegió su centro de gravedad histórico, pero no logró ampliarlo económicamente. Mientras tanto, esos mismos clubes siguieron invirtiendo, siguieron gastando y siguieron persiguiendo el éxito deportivo dentro de un modelo que no evolucionó lo suficientemente rápido. He estado sentado en boards, reuniones y presentaciones donde los propietarios afirmaban repetidamente que perdían dinero año tras año, pero la verdad es que tampoco parecía importarles demasiado. Ganar se convirtió en la justificación, el objetivo y la defensa. Pero ganar, por sí solo, no es un modelo de negocio. Cuando existe permanencia sin expectativas estructurales, la estabilidad se convierte en complacencia. Y cuando un sistema protege la participación sin exigir transformación, deja espacio para que un actor externo, con una estrategia de infraestructuras más clara, entre en juego. Eso es exactamente lo que está ocurriendo ahora.
Las ciudades estratégicas no pueden ser invitadas temporalmente.
Dentro del ecosistema, hay ciudades claramente estratégicas (Belgrado, Dubái, Paris, Valencia, Monaco), que aportan escala, cultura, conectividad o posicionamiento premium, y que actúan como motores de crecimiento en juventud, turismo, patrocinio y relevancia internacional. Sin embargo, operan sin garantías a largo plazo ni los derechos necesarios para desbloquear todo su potencial. Deberían ser pilares estructurales, pero siguen funcionando con permisos temporales. Las ciudades no construyen infraestructuras en esas condiciones. Inversores no comprometen capital. No se puede construir una industria continental sobre autorizaciones temporales y provisionales sin plan a largo plazo.
El fútbol ya ha mostrado cómo termina esto.
El fútbol europeo ya recorrió este camino. La sentencia Bosman, en 1995, aceleró la globalización del deporte, desplazó el centro de gravedad económico y rompió el vínculo automático entre relevancia histórica y poder financiero. El sistema perdió romanticismo, pero ganó eficiencia. Fue un proceso incómodo y, en muchos casos, percibido como injusto, pero profundamente transformador desde el punto de vista estructural.
Para mí, el baloncesto europeo se encuentra hoy en un umbral similar, en un contexto en el que no existen reglas claras ni salvaguardas estructurales que lo protejan. La globalización no redistribuye el valor de forma equitativa. Lo redefine. Determina dónde se sitúa el centro y quién queda en la periferia.
Los medios solo crean escala, pero las infraestructuras crean poder.
Los derechos audiovisuales siguen siendo esenciales. Generan visibilidad, escala y puntos de entrada para audiencias y patrocinadores. Pero los medios distribuyen valor, no lo crean. Sin pabellones modernos, controlados y activos todo el año, el sistema depende en exceso de ciclos de renegociación y acuerdos a corto plazo, lo que lo vuelve estructuralmente frágil. El modelo sostenible está en el equilibrio. Los medios crean escala. Las infraestructuras crean permanencia. Cuando ambos avanzan juntos, los ecosistemas crecen. Cuando uno intenta sustituir al otro, el sistema se debilita. Esta fue también una de las limitaciones del acuerdo con IMG. La visibilidad y el retorno económico mejoraron, y es justo reconocer que IMG ejecutó correctamente muchas palancas del modelo. Sin embargo, esa mejora no vino acompañada de una transformación de la base estructural del sistema. El alcance creció, los ingresos aumentaron en ciertos ámbitos, pero la arquitectura económica subyacente permaneció prácticamente intacta.
Si la pregunta es si el ecosistema está hoy sustancialmente mejor preparado a largo plazo gracias a ese modelo, la respuesta honesta es que probablemente no. Sin una estrategia paralela centrada en infraestructuras, control operativo y anclaje urbano, el crecimiento apoyado únicamente en derechos y distribución no es suficiente para sostener una industria en el tiempo.
La pregunta ya no es quién gana. Es quién construye.
En última instancia, este debate no va de excelencia deportiva. Va de infraestructuras, de ciudades y de responsabilidad. Los pabellones y los estadios son el corazón del sistema. Son el lugar donde el deporte se convierte en una plataforma económica, cultural y urbana permanente, donde las ciudades se comprometen, el capital obtiene visibilidad a largo plazo y el deporte se cruza con la cultura y la comunidad durante todo el año. Los medios amplifican. Las infraestructuras anclan. Ahí es donde la inversión realmente importa, donde el valor se acumula y donde se decidirá el futuro del baloncesto europeo. Porque al final, no se trata de quién gana más partidos, sino de quién construye y controla los lugares donde todo ocurre.
José Luis Rosa Medina es cofundador y Director General del Grupo NextStage.
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